Inxilio

el suplemento literario de ciudadinvisible

domingo, 29 de marzo de 2009

Ese obscuro objeto de la literatura

Por Pablo Díaz

Los Excluidos, así se llama la novela de la austriaca Elfriede Jelinek que estoy leyendo en estos nebulosos días de verano aquí en Valparaíso. El libro me ha manipulado harto, tironeándome entre el más franco hastío hacia los personajes y la misma Jelinek, o haciéndome caer en el centro de esa adicción entre socialista y botánica que puede tener la literatura cuando se propone escribir sobre ese obscuro objeto estético (y un tantico más) que son los pobres, los excluidos, el “mundo popular” o como quiera que iluminemos u ocultemos a ese inconfesable grupo social en nuestro lenguaje.


El artificio literario de Jelinek, su impostura creativa, es teatral y metaliteraria: evoca al grupo de jóvenes marginales vieneses que protagonizan su “historia”, en la forma de personajes dramáticos a los que se puede fisgonear sin límites en el escenario, totalmente desnudos e inermes, teniendo control total de las posibilidades de parodia y además pudiendo intervenir impunemente en su ficción, casi siempre sin compasión. Es algo parecido a lo que ocurre en Caché, la película de Peter Hanecke, el compatriota de Jelinek que también filmó su novela La Pianista, cuando este compadre, Hanecke, le hace llegar a su ficcionada familia pequeñoburguesa francesa, unos casets vhs que les revelan que su casa está siendo filmada y vigilada, aunque no saben por qué ni por quién. Grabaciones que en realidad son metacinematográficas, es decir, son introducidas por el director omnisciente y por lo tanto perverso Hanecke: imágenes injustificadas y absurdas que no obstante buscarán su sitio en la ficción, destruyendo irremediablemente la vida de sus actores, en una lección afiladísima sobre la relación entre arte y realidad, entre otras tantas trascendencias con las que se puede entretener uno en esta película.


El patetismo categórico de “Los excluidos” es un efecto buscado en la novela de Jelinek, es su violenta y valiente poética, pero no por “programática” su caracterización resulta menos precisa o asertiva respecto a la “realidad”. Jelinek se carcajea elegantemente del problema moral y estético de simular la “psicología” de los sujetos marginales. Es un movimiento doble en realidad: empieza por sobreexponer a sus jóvenes pobres (hijos de una generación cómplice de una u otra manera con la masacre nazi), disectando su maldad y su miseria como sólo lo puede hacer quien ficciona la obra, para luego recuperarlos para sí con la honestidad que da haber desmontado todo mito edificante no sólo sobre los pobres sino también sobre la división entre arte y realidad, esto es, entre los “excluidos” como sujetos del arte, por un lado, y ella, Elfriede jelinek, su artista implacable, por el otro.


En tiempos en que se respira cierta moda por entronizar a la propia literatura como el objeto literario de mayor exclusividad en el mercado editorial, (olvidando por cierto que en esos casos el problema no radica ni en los objetos ni en los sujetos del arte sino más bien en un adentro y un afuera literario inscritos en, por llamarlo así, la moral del montaje) me pregunto cómo reconstruir o desmontar los mitos de nuestros pobres, de nuestros mundos populares, los excluidos chilenos en y de la literatura chilena: los hijos de ladrón (Rojas), los hombres oscuros (Guzmán), las vidas mínimas (Gonzales Vera).


El juego literario de Lemebel es un juego biográfico, la máscara de Lemebel es su propia vida, así es como lemebel construye sus pobres, sus cabros pelusas, sus amantes lumpen-literarios. Lemebel es uno de ellos y eso funda paradojalmente su línea divisoria entre arte y realidad. El problema de ese método es que para seguir escribiendo razonablemente bien Lemebel no podrá desligar legítimamente su vida de su obra, o dicho de otra manera, le estará vedada estéticamente la movilización social.


El caso de Droguett es fantástico, el tipo transfigura el arte en hiperrealidad al interior de su novela. Droguett testifica simultáneamente el nacimiento de un nuevo y viejo sujeto social, uno finisecular: un niño pobre con patas de perro, una alegoría encarnada que en realidad no era alegoría de nada sino realidad radicalizada: tener patas de perro como nacer sordo, inválido, ciego. Para Droguett probablemente el arte no tenía nada digno que ejecutar frente a la miseria, a no ser testificar con rabiosa poética su irreal inhumanidad.


¿Podrá nuestra literatura, pieza integrante y obsecuente del gran arte del realismo concertacionista, ficcionar con los nuevos pobres de este país, y de esta manera lograr su destrucción simbólica, al mismo tiempo que permitimos su recuperación para el arte y la realidad?
¿No le estaremos poniendo?

sábado, 24 de enero de 2009

Dos antologías poéticas porteñas

Por Daniel Hidalgo
Armar una antología es siempre un ejercicio político. Se trata de trazar líneas y de desmarcarse, se basa en armar un cuadro estético y discursivo, de proponer un canon, un catálogo de micro estéticas. Pero ante todo, es un acto de discriminación en el mejor sentido de la palabra. Las antologías se sostienen en todos aquellos que no fueron antologados, bajo los criterios que se estimen convenientes. Por lo tanto una buena antología es aquella que abre el diálogo, que cuestiona, que enciende el fuego lingüístico.

Valparaíso está plagado de antologías de poesía joven y no tan joven, de diversos tipos, con diversas intenciones y de diversa calidad. Sin embargo, en un limitado campo editorial como el local, las antologías pueden resultar peligrosas e incluso dañar las pretensiones de los poetas nuevos y de los eternos emergentes, a quienes vicia y expone una obra que finalmente no existe. Esto sumado a la ineficacia de un territorio que no ha sido capaz de sostener un aparato crítico.


Ismael Gavilán se gana el título del antologador menos ingenuo de la lírica porteña, es más, con la publicación de “El Mapa no es el Territorio, antología de la joven poesía de Valparaíso” (Editorial Fuga, 2007) Gavilán da una ingeniosa lectura sobre el quehacer poético de la zona, aderezando a ésta, dos gestos técnicos y políticos: por un lado antologar no sólo a porteños, sino que a quienes simplemente, en algún momento, se hayan topado con este rincón del mundo, residan aquí o no, y allí radica el criterio y nombre de la publicación. Pero además, el otro gesto, es que se autoantologa, evidenciando su postura antievangelizadora respecto a su propia figura.


Es posible identificar dos patotas grandes en el corpus de la publicación: por un lado los nombres de poetas con el camino más aventajado y con cierta presencia en la actividad docente universitaria como los nombres de Sergio Madrid, Enoc Muñoz, Bruno Cuneo y el mismísimo Ismael Gavilán; y por otro lado los más jóvenes que confluyeron en talleres de escritura en La Sebastiana como Alberto Cecereu, Pedro Godoy, Karen Toro o Raimundo Nenen.

Ante todo, se trata de una selección de nombres con gran participación en las actividades de la zona, pero además de acercamientos académicos, por lo que se trata -salvo ligeras excepciones- de poesía con cierta inquietud intelectual, que problematiza y propone.
En cuanto a la edición, se trata de un grueso libro de una cuidadosa factura, de esos que da gusto tener sobre el velador, de detalles y buen material. Y en cuanto a su contenido, resulta completo. Hasta se da el tiempo de abordar breves ars poetica de cada uno de los seleccionados y reseñas biográficas hacia su final.

Una muy buena antología, que nos sirve para surfear por las olas de la poesía regional y saber en qué están nuestros poetas más jóvenes que resultan más interesantes.

Todo lo contrario resulta ser “Valparaíso Bohemio, antología de poemas nocturnos” (Editorial Puertoalegre, 2007) llevada a cabo por José Miguel Camus y Rodrigo Gutiérrez, precisamente por la carencia de un criterio estético, un colador crítico y evaluador, que aúne el contenido de los poetas antologados. Esto, básicamente, dado a que el único requisito para aparecer en “Valparaíso Bohemio” era haber participado en unas tertulias poéticas llevadas a cabo en un bar del barrio puerto, emulando la lógica de los anuarios de colegio. Como el mismo Camus dice en su prólogo, en aquellas lecturas podía “leer todo aquel que lo quisiera” bajo la idea del “micrófono abierto” lo que provoca que esta muestra de poetas sea de muy baja intensidad, rayando en un territorio demasiado amateur. Desde la mismísima portada blanca manchada por un vaso de tinto, en ésta antología abundan el alcohol, las amarguras, los trastornos emocionales, los suicidios retóricos -y no tanto- y una serie de lugares comunes con aroma a malditismo tardío, como si en vez de ser una muestra de alguna poética propia de Valparaíso hubiese nacido tras las sesiones de A.A. Parte de ese otro Valparaíso patrimonial, el de los bares y el rayado de baño.

No existe una apuesta estética mayor ni problematizadora tras estos poemas más que la de emular la biografía de los simbolistas franceses y la de continuar con la postal del poeta como “el otro”, un antimito marginal -como le conviene a los sectores poderosos de la sociedad y a los agentes culturales- que vive en la noche y sin oficio, parodias de esa línea inaugurada por Li Po y agotada al infinito por Bukowski. Si bien, la apuesta estética es una mera cuestión de gustos y opciones, los versos resultan también demasiado pobres, simplones y predecibles, tienden a desarmarse y extraviarse, y resultan más deudores del instinto adolescente que de la lectura y la reflexión político-estético-cultural.
Sin embargo, esta antología, cumple con uno de los motivos implícitos en cada antología: evidencia un Valparaíso que existe y que se articula aunque sea de forma precaria: el de los poetas de bar, el de las batucadas, y el de los carretes de los estudiantes universitario con algún tufillo culturaloide. Más allá de eso, no hay riesgo ni apuesta. Y sí, una fuerte resaca tras terminar de leer esta antología.




aparecido en ciudadinvisible nº 21, marzo 2008

domingo, 30 de noviembre de 2008

Poetas Flotantes


Carta de ajuste. Antología de poetas inéditos en Valparaíso (1973-1989)
Antologadores: Antonio Rioseco Aragón y Juan Eduardo Díaz
Ediciones Cataclismo, 2008

Mario Verdugo

A la cursiva precautoria del subtítulo (en), especie de biombo entre literatura y espacio referencial, se deben sumar las copiosas advertencias de los antologadores y el resultado de un análisis de contenido -ocioso a decir basta- que demostrase la escasa y tal vez nula recurrencia de la palabra “Valparaíso” en esta selección. Ni siquiera da para regionalismo soft: Rioseco y Díaz le conceden al puerto real e imaginario una relevancia más bien escuálida en el desarrollo de las respectivas poéticas, al punto de visualizarlo como un lugar de paso, un escenario en general neutro que de ninguna manera llega a constituir la base geohistórica de los discursos. Se está aquí por un rato, bajo el régimen de la provisionalidad y sin el objetivo declarado de conseguir al menos unas cuantas provisiones simbólicas, víveres espirituales que sublimen la estadía como paisaje íntimo redimible más tarde. Poesía, entonces, en proceso de deslocalización, y Valparaíso amagado, acaso, en su condición de materia poetizable. El interinato, la “circunstancialidad”, tienden a descartar tanto la majadería del echar raíces como la tentación un tanto oportunista y un tanto anacrónica de arrancar frutos ya medio podridos.

Los veintidós autores de Carta de ajuste conforman una población flotante que, sin embargo, no manifiesta escrúpulos tan evidentes respecto a la lealtad hacia las convenciones de la disciplina y el gremio, en comparación con los que sí se explicitan -si nos guiamos por el prólogo- en cuanto a las cuestiones del territorio y el arraigo. La ciudad (o la región que ella designa) podrá mirarse de soslayo y experimentarse a menudo como lastre representacional, pero la legitimidad de la poesía como actividad y el (auto)reconocimiento de quienes la producen y catalogan, no parecen encontrar reparos igual de severos. Eso a despecho de que al interior del corpus despunten indicios de sospecha en diversos niveles, como el odio que el hablante de Renée Barrientos dice tener por la métrica o los desmadres temáticos y especulares de Marcela Parra.

El escepticismo con que se asumen los factores espaciales o geográficos -correlato de una renovada confianza en la escritura poética- viene acompañado de un fenómeno que excede la aparente transgresión de titular un conjunto de versos con un término sacado de la jerga televisiva. En este libro hay “noticias matinales”, “asesinos en serie”, actores porno, rubias que bailan en la pantalla y que interpelan al espectador, “una luna fotográfica”, “ondas electromagnéticas” y “señales arrugadas de trasnoche”, parte de lo que llamamos civilización de la imagen desde que un funcionario de la Unesco escribiera un ensayo con ese nombre. Especialmente el universo discursivo de la tele -mucha, poca o apagada- se impone a estos poetas (algunos, claro está) como un contexto comunicacional y social ante el que se puede reaccionar con fascinación o repugnancia, pero que en cualquier caso estimula también nuevos “ajustes”, configurando un espacio compartido que quizá sirva para relevar a los tambaleantes recintos de antaño.

De seguro la antología comentada, como afirmase Alfonso Reyes sobre este tipo de trabajos, logra expresar las controversias críticas del momento, bien como provocación, bien como consecuencia. Para nuestros afanes: la posibilidad de que el repudio al color local sea también, después de todo, una moda extranjera.
En ciudadinvisible nº 23

Poética de la superficie corporal

Silabario, Mancha
Marcela Parra
2008, Ediciones del Temple



Por Rens Veninga F


¿Cómo sostener ese universo de vocales y consonantes, manchas de tinta off set que se mueven intermitentemente al interior de la superficie de la página, manchas portadoras de mundos, según la cita de Matta escogida por la autora? Indago en la materia de origen, sitúo el lugar donde se produce la imagen pre-texto y donde la imagen se convierte en texto palabra.

Defino en primera instancia el lugar desde el cual la poesía declama y hace uso de la lengua (“lengua como palabra o lengua como blandura”, según las posibilidades que propone la autora, pp17): no es el podium del salón de una fundación poética cualquiera ni el de alguna universidad de la comuna, no es la Iglesia de los Sagrados Corazones donde irrumpe, tampoco es el cine de calle Condell, ni la casa rodante donde se sobrevive. El lugar elegido para la declamación, sin fraudulenta voz de recitación, es el propio cuerpo, instalado como superficie de investigación poética ( “detener la respiración con el estómago…empujar la campanilla con el dedo…la más sublime mueca de mi cuerpo..” en Oh Fortuna el artificio, pp37). La exploración del cuerpo construye escenas , imágenes nítidas transformadas en escritura. Así estoy ante una poesía que transita de la epidermis a la víscera, que se aleja del raciocinio y el carácter sentimental y meloso, tradicional de la escritura en verso. Y cuando aparece un esbozo sentimental, la contextualización en el espacio banal y cotidiano, lo desarma, lo reduce a un instante anecdótico cayendo en lo ridículo (“Volví por ti y caí justo en el funeral de mi abuela. En el hoyo de su tumba vi mi presente, mi pasado y mi futuro. te seguí escribiendo de todos modos, te propuse: si no me amas por lo menos hagamos una porno que tenga que amarrarte una camarita para que puedas verme por dentro”, WE pp. 48). Cuerpo en plenitud del ocio saliendo de la adolescencia en la ciudad desencantada: arma sus recorridos y distancias de sus calles tapizadas con carteles de la mixtura de Eros, pop y lo subtropical (WE); también en micros donde se entregan boletitos insignificantes que adquieren plusvalía en caso de accidente (WE). Es ese cuerpo el ilativo único capaz de reunir las dispersas materias que arman textos, versos o prosa, que se dicen poema.

Y es mi cuerpo, el otro: receptor desde mi epidermis hasta mis vísceras de un texto ( lengua como palabra) arrojado por la lengua (blandura) del cuerpo en experimentación, aquella que transforma la blandura en palabra , una suerte de metamorfosis que convierte al gusano en mariposa (coleccionado y criados en su propio cuerpo, “les he dejado criar sus larvas sobre mis hongos. En lo grasoso de mi espalda. Entre mis uñas y su mugre…”, Jueves 20 de octubre de 2005, pp 43). Marcela es capaz de señalarme los lugares más recónditos de su cuerpo para que, antes de producir palabra, observe mi cuerpo como reflejo, perciba los movimientos sinestésico, los sonidos viscerales, la tremulación de la piel al recorrer la ciudad y darse cuenta que la ciudad se instala también adentro del cuerpo permeabilizado (WE, pp47) y no se puede salir de ella.3


Y la palabra, ese conjunto de sílabas que me significa desde superficie a profundidad, se convierte en mancha al ser, por fin, arrojada desde la tinta del lápiz al blanco del cuaderno, pese al intento de evitar, de retener la escritura tras el ojo, en el silencio ( “ la mancha está en el ojo su nombre anterior es mixtura”, Trompe l´oeil o silabario de la mancha , pp. 12). Pero ¿Puede ser evitada la mancha, la escritura?, ¿puede permanecer un cuerpo silenciado, por muy oscuro o periférico sea su deambular por la ciudad? (“Un chorro cayendo no es una mancha, al estrellarse comienza el pánico”, Una mancha se evita, pp11) y si es evitable la mancha, no lo es el pensamiento, ni tampoco el cuerpo: una vez que se ha nacido no queda otra cosa que vivir y padecer la historia del cuerpo. (“no como cuando te caíste en bicicleta, ¿te acuerdas de los puntos que urdió el cirujano? Si los cuentas sabrás cuántas veces nos hicieron callar”, WE, pp. 61)

Si al dividir el mundo tal como se nos insiste la infancia inundada por el sistema binario, desde el juego hasta el gobierno; y pese a proponer su abolición en “Guerra” ( pp. 15), la mancha queda del lado femenino. La mancha es femenina en la gramática castellana; la mancha es asunto de género. Y de cuerpo, porque el cuerpo de mujer cuando da a luz mancha la camilla del parto con sangre, líquido amniótico, placenta y otros humores. Porque la niña crece y descubre la mancha sanguinolenta en sus bombachas al menstruar.- mancha desde lo íntimo del cuerpo que emerge al mundo exterior. Y la mancha de la pérdida de la inocencia, de esa que ocurre así, un día por amor o accidente ( “Perder la inocencia fue como un accidente automovilístico para mí, algo que siempre creí sólo sucedería a los demás”, WE, pp47). Así, la mancha hace una señal en el cuerpo y lo ensucia. Condena por producir la mancha, como superficie y como desprestigio: metáfora del bíblico pecado original, se ofrece borrarla mediante actos simbólicos. Publicitarios. Cuerpo femenino aplicado a la limpieza doméstica, mujer obsesiva alcanza la felicidad eliminando las manchas que produjo gracias al uso de detergentes, abrasivos, desinfectantes, etc.

En ese espacio significativo se yergue Marcela con su dispersión, rebelándose desde su cuerpo/ escritura, señalando la mancha como valor poético, produciendo manchas como superficies impresas, extendidas como palabras. Comprendidas como una sucesión de imágenes, bocetos para primeros planos de un filme aún sin argumento definido, pero un filme del cuerpo; a veces porno, un estilo acomodaticio y comercial sugerido por la propia autora en su deambular. A veces, la experiencia sugiere su filmación pese a la reminiscencia historiográfica; pienso en los insectos criándose en el cuerpo, despego con Buñuel para aterrizar con Greenaway4 y llegar a cualquier patio húmedo de colegio porteño, revisando bajo las piedras para hallar toda suerte de bichos. Y en ese flash back descubro mi cuerpo, pequeño aún, perfectamente situado entre el silabario y la mancha.
En ciudadinvisible nº 22

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